Apoyos

por Gaby Cohan

Después de atravesar por largos períodos de confusión, donde algunos pilares de nuestro trabajo se veían desestabilizados por no entender cómo vincularnos con este grupo de personas en tanto que los mecanismos de proyección y registro del público, elementales en nuestra práctica, nos devolvían un mensaje críptico, la vivencia de un evento singular me dio la pista para repensarnos.
Una mañana ingresamos al pasillo contiguo a una de las salas que visitamos. Nos movíamos por el hospital al ritmo de una musiquita que de manera improvisada sosteníamos con el ukelele, algunos instrumentos de percusión y nuestras voces alternadamente que iban sugiriendo frases y rimas. Al atravesar la puerta y a lo lejos observé a una mujer que se movía por la sala agitando los brazos y las caderas insinuando una especie de baile, o por lo menos eso interpreté influido por el ritmo de nuestra música.
Luego de saludar al grupo de enfermeras del servicio que siempre nos reciben con alegría y bromas, avanzamos hacia la sala donde en las mesas y los sillones las mujeres internadas descansaban, desayunaban y miraban la televisión.
La mujer que antes bailaba se había sentado en el living formando parte de la ronda en torno al televisor. Rápidamente la atención de muchas de ellas fue captada por nuestro grupo. Sugeríamos canciones y bailes y les pedimos al grupo de espectadoras que nos acompañaran con instrumentos de percusión o palmas.
Sin embargo, aquella que antes bailaba en soledad ahora no participaba. Se mantenía sentada sosteniendo un diálogo interno, pronunciando palabras en voz baja y moviendo la mano con ademanes que asistían sus argumentaciones. Como muchas veces lo hacemos, mis compañeros habían armado una especie de escenario donde la mayoría dirigía su mirada. El resto de nosotrxs nos entremezclamos entre las mujeres sentados a la par o bailando cerca. Yo me quedé al lado de ella.
Esta costumbre de ubicarnos algunxs en el improvisado escenario y otrxs entre la gente nos permite alimentar la escena y convocar más de cerca a aplaudir, tocar algún instrumento, cantar o simplemente atender a lo que sucede en la escena. Es así que en el momento en que se largó el baile invité a quien tenía a mi lado diciéndole la simple y contundente frase “¿Bailamos?”. Pero no obtuve ninguna respuesta. Ella seguía hablando en voz baja para sí sin siquiera mirarme. Intenté convocarla en un par de oportunidades más de la misma manera pero mi pretendida compañera no me miraba. De hecho su mirada apuntaba cerca del piso así que extendí mi mano como invitación gestual a bailar. En un principio tampoco obtuve respuesta, sin embargo, no podría explicar por qué pero mantuve extendida mi mano en la misma posición interfiriendo su campo visual. Fueron varios segundos donde la música seguía sonando y ella contemplaba mi mano. De pronto, sin detener su diálogo y sin levantar la mirada, extendió levemente la suya para acercarla a la mía. En un segundo estábamos tomados de la mano y desde ese enganche nos fuimos precipitando a la pista. Allí movimos nuestros cuerpos siguiendo el ritmo en un baile sutil. Cuando la música terminó, algunxs aplaudimos y de a poco payasos y payasas nos fuimos retirando de la sala.
Como decía, esta experiencia me permitió reflexionar sobre los atributos que pretendemos del grupo de espectadoras para considerarlo un público. En este sentido, quizás bordeando los conceptos de Freud respecto de la conformación de la masa, pensaría que resulta necesario que al menos las personas que están allí puedan dirigir su mirada hacia el mismo lugar, hacia la misma escena que pongan en juego sus identificaciones allí. Pero esto en muchas ocasiones no sucede. En los grupos que visitamos periódicamente encontramos algunas mujeres que atienden a la escena y otras que mantienen una ligazón más lábil. Ahí cobra relevancia la distribución en el espacio que armamos de manera arbitraria. La escena principal genera una convocatoria abierta, una disponibilidad donde se posan muchas miradas. El resto de lxs que nos ubicamos entre el público colaboramos para que quien, de manera intermitente, reste esa mirada reciba nuestro apoyo para volver a participar.
En muchos casos lo hacemos a través de la palabra, mirándolas y acercándoles el mensaje que está siendo emitido desde el escenario. En otras, como en el relato, simplemente las acompañamos con un gesto, con una acción. Pero solo la presencia allí resulta un apoyo, nuestro rostro que mira hacia el escenario les sugiere hacerlo también.
En definitiva cedemos nuestro cuerpo como integrantes de la masa para que por contigüidad ellas también se sumen aunque sea por un instante.
Para finalizar cabe señalar, que nuestro cuerpo no es simplemente nuestro cuerpo sino que está antepuesto por una máscara que nos otorga protección e inmunidad a los actores y las actrices pero además y sobre todo amplifica y da potencia a nuestros actos.

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